Al anochecer en una calle de barrio madrileña, delante de mí una mujer de avanzada edad se apoyó para descansar en el taburete de un velador de un bar; le comenté si quería ir agarrada a mi brazo y me dijo que, "bueno, para cruzar la calle".
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Me atreví a preguntarle su edad y me respondió que 97 años. A mis 66 me sacaba casi media vida, inalcanzables se me antojaron; me dijo que se llamaba Hilda. Qué bonito nombre que ya no se lleva. Al cruzar la calle la dejé en la puerta de entrada de una cafetería, valiente y pizpireta. Me pregunté quién ayudó a quién.