"Me preocupa que en una gran ciudad no haya cabida para la tristeza"

Actualmente, la vida urbanita se caracteriza por el desenfreno. Convivimos en una espiral de rutina en la que cada día se difumina con el anterior. Viajamos cronometrados entre la oficina, la universidad, el gimnasio y la cama. Hasta que un día el mundo se congela, se congela para ti, lo cual no quiere decir que deje de rodar.

En mi caso, el temor a la pérdida de un ser querido pone mi vida a cámara lenta entre las cuatro paredes de la UCI de un hospital. El impacto llega al salir a la calle de nuevo y ver que los taxis siguen pasando, los buses hacen sus paradas respectivas y los trabajadores de comercios locales siguen su rutina disfrutando de su pausa de diez minutos en la cafetería.

Se supone que tú deberías hacer lo mismo. Cumplir con tu rutina. Sentarte en el asiento del bus, preferiblemente en la ventana; firmar la hoja de asistencia obligatoria de la universidad; ocupar tu lugar de trabajo y no olvidarte de fichar; poner el despertador para levantarte a primera hora al día siguiente. Me pregunto dónde puedo encontrar un espacio de duelo en una ciudad que prácticamente no me deja una pausa para recuperar el aliento.

Me preocupa que no hay cabida para la tristeza en la ciudad. En consecuencia, las vivencias como la pérdida se vuelven individuales o, todavía peor, invisibles. Ahora me pregunto cuántas veces he sido yo la desconocida, la que pasaba por delante del hospital cuando alguien salía de la UCI con los ojitos aguados, olvidando que todavía llevaba la mascarilla puesta.