Leer a Soyinka o comerse un plátano

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Dani Alves sorprendió al público de El Madrigal y a todos los espectadores de televisión durante el Villarreal-Barcelona del domingo 27 de marzo, al comerse un plátano que le habían lanzado desde la grada. Su gesto ha tenido una amplísima repercusión y ha despertado la solidaridad de muchísima gente.

En el XXXVII Congreso Ordinario de la UEFA en Londres de mayo de 2013, las federaciones miembro de la UEFA se comprometieron a redoblar sus esfuerzos para eliminar el racismo del fútbol y poner sanciones más duras con los comportamientos racistas.

Y queda mucho por hacer. Sin ir más lejos, en la última jornada disputada hasta el momento de la liga española, el levantinista Pape Diop ha denunciado el racismo de un sector de la afición del Atlético de Madrid desplazada al Ciudad de Valencia.

Muchos ex jugadores y actuales futbolistas han prestado su apoyo a la campaña anti racista promovida por la UEFA y se han pronunciado abiertamente contra esta lacra.

Todo lo que tenga que ver con el fútbol, y no hace falta extenderse mucho en ello, tiene una repercusión enorme. Así que cualquier mensaje puesto en boca de estos jóvenes ídolos de tantos niños y niñas es importante pero, desde luego, el gesto de Alves aporta algo más: lenguaje estético, un gesto sencillo que adquiere la categoría de símbolo. Un acto positivo y simpático que ridiculiza a la persona racista.

Este lenguaje estético conecta mucho con la psicología de los adolescentes y, en general, de los jóvenes. Pelar un plátano será una muy buena estrategia de defensa para el joven que se sienta perseguido y humillado por los insultos y comentarios soeces de los racistas. Porque recordémoslo, ahora que el fútbol nos brinda la oportunidad, el racismo duele. La discriminación deja una huella indeleble en las personas, especialmente en los jóvenes.

Hanif Kureishi lo relata muy bien en su libro 'Soñar y Contar'. Dos ejemplos:

Desde el primer momento dice, intenté negar mi personalidad paquistaní. Estaba avergonzado. Era una maldición y estaba dispuesto a librarme de ella; quería ser como todos los demás. Leí en un periódico una crónica acerca de un muchacho negro que, al descubrir que la piel quemada se volvía blanca, se arrojó en una bañera llena de agua hirviendo. Lo comprendí perfectamente.

Estaba asustado, dice más adelante, y era hostil. Sospechaba que mis amigos blancos eran capaces de insultarme por mi raza. Y muchos de ellos lo hacían, de forma inocente. Me di cuenta de que al menos una vez al día desde que yo tenía cinco años de edad había sufrido un abuso racial. Me volví incapaz de distinguir entre los comentarios que tenían la intención verdadera de insultarme y los que sólo pretendían ser una “broma”.

El racismo te deja en un estado de indefensión que Hanif Kureishi sabe expresar muy bien.

En otra de sus obras, 'Mi oído en su corazón', explica que sus primos y él, por haber sufrido el racismo desde muy pequeños, llegaron a creer que la exclusión y el vilipendio era su destino definitivo; nada iba a cambiar. Nadie iba a hacerles un sitio.

El ejemplo de Hanif Kureishi, gran escritor y guionista de cine, y el de otra mucha gente, nos permite tener esperanza: el racismo no tiene porqué hundir a las personas. A algunas incluso las hace más fuertes. Pero, no nos llamemos a engaño, el racismo hace que mucha gente no se recupere jamás de la terrible humillación que genera, especialmente si es persistente. Y puede llevar a la persona a encerrarse en sí misma y en su 'gueto'.

Reír mientras recitaba o leía el poema de Wole Soyinka titulado 'Conversación telefónica', fue durante muchos años mi particular forma de comerme el plátano. Se trataba del registro del diálogo con la dueña de una habitación que acabó alquilando en Londres.

Al recitarlo buscaba matar dos pájaros de un tiro: impresionar a las chicas – para mí lo más importante, para qué negarlo- y defenderme de la humillación de ser el blanco de algunos comentarios racistas.

Permítanme recitarles algunos versos y les animo a que lo busquen y lo lean entero:

El precio parecía razonable, el lugar

indiferente. La casera juró vivir

sin prejuicios. Nada quedaba salvo 

la auto-confesión. “Madame”, advertí, 

“Detesto perder un viaje- Soy Africano”

silencio. transmisión silenciada de fingida buena educación. (…)

“Qué tan oscuro?”... no había escuchado mal... “ Es usted claro o

muy oscuro?

(…).

Facialmente, soy moreno, pero madame, debería ver usted

el resto de mí. Las palmas de mis manos, las plantas de mis pies

son de un rubio oxigenado. la fricción lo ha causado- 

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