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La abdicación del Rey Juan Carlos I brinda la oportunidad de debatir sobre la forma de Estado, en el marco de un proceso constituyente que permita reconstruir acuerdos amplios sobre bases más sólidas y menos desgastadas que las del Pacto Constitucional de 1978.

Aunque todo apunta que PP, PSOE y otras fuerzas van a apuntalar la proclamación de Felipe VI no es de recibo que ello se haga sin ningún debate ni participación de la ciudadanía.

Los argumentos esgrimidos, como la inamovilidad de la forma de Estado prevista en la CE, el papel trascendental del Rey en la consolidación de la democracia o la estabilidad institucional que ha brindado la Monarquía, además de ser lecturas parciales y sesgadas de nuestra historia, resultan cada vez más vacíos, especialmente para las generaciones más jóvenes.

La democracia española con todas las potencialidades que tenía en 1978 y que desarrolló después, ha mostrado en estos 35 años algunas de sus limitaciones y en estos momentos un evidente agotamiento. Entre ellas, la exagerada rigidez política para su reforma, fruto de los miedos de aquellos años y de la apuesta por la estabilidad institucional del nuevo régimen político que nació con la CE. La estabilidad de entonces es hoy el inmovilismo que expresa el bipartidismo y que es el principal enemigo de la calidad democrática.

Los 39 años de reinado de Juan Carlos dan para una valoración algo más equilibrada que las realizadas con motivo de su abdicación y que en algunos casos han llegado al papanatismo. No pretendo decir que el Rey no haya tenido ningún papel en el devenir de la democracia española, pero niego que sea su artífice, tal como la hagiografía del régimen pretende escribir.

Entre su proclamación como Rey por las Cortes franquista, la Ley de Reforma Política de 1976 y sus intentos de consolidar una democracia limitada, y la aprobación de la CE de 1978 lo determinante no fue el Rey, sino que la ciudadanía y especialmente el movimiento obrero con sus movilizaciones impidió que se consumara el “atado y bien atado” del franquismo.

Pero como los pactos siempre son fruto de fortalezas y debilidades mutuas, para abrir ese camino se pagaron ciertos peajes. Y uno fue la aceptación voluntaria --porque fue votada-- pero impuesta al mismo tiempo de la Monarquía como forma de Estado.

Formo parte de una generación de ciudadanos que, en contra de sus convicciones, muy arraigadas además en mi entorno familiar, de amistades y de militancia, optó por aceptar esta “imposición democrática” en el marco de un acuerdo más amplio para aprobar la Constitución Española. Aún me resuena la frase que mejor definía el dilema al que debimos enfrentarnos entonces: “El debate no es monarquía o república, sino dictadura o democracia”.

No tengo ningún reparo en decir que creo que, en aquel momento, se acertó. La democracia no estaba descontada y las posibilidades de alargar el período de dictablanda que duró entre noviembre del 1975 y diciembre de 1978 no estaban descartadas. Con todas las consecuencias que ello conllevaba, en un momento en que crisis económica, crisis social y fin de régimen confluyeron en lo que podía ser una “tormenta perfecta”.

Asumo por supuesto que haya quien piense lo contrario, siempre claro que los análisis y valoraciones que se hagan no sean ucrónicos, o sea fuera del tiempo.

En todo caso, de la misma manera que la lucha por la democracia unió sinceramente a personas que habían estado en bandos confrontados en la guerra civil, hoy la batalla por profundizar la democracia debe unir a la mayoría de la sociedad con independencia de la opinión que se pueda tener sobre aquel momento de nuestra historia y lo que votó entonces.

A favor de que se abra un debate sobre la forma de Estado, en el marco de un proceso constituyente, tengo algunos argumentos que me parecen trascendentes. Paso por alto, algunos que son comunes a este tipo de debates, como la superioridad democrática de las urnas republicanas frente a la herencia monárquica.

El Pacto Constitucional de 1978, con sus virtudes y defectos, sufre de cansancio democrático y requiere relegitimarse de la única manera posible, con su renovación a partir del ejercicio democrático de la ciudadanía. Ello es especialmente importante para las generaciones más jóvenes, que no perciben las ventajas comparativas de este sistema político, entre otras cosas, porque se les niega algunos de los derechos básicos, como el empleo.

No parece creíble que, cuando todo el mundo asume que uno de los problemas de nuestro sistema político es la escasa participación directa de la ciudadanía – tres referéndums en 35 años-, cuando todos los partidos políticos se llenan la boca de participación directa, resulte que se sustrae a la ciudadanía la elección del Jefe de Estado. Aquí los discursos de esta semana pasada chocan con los comportamientos que veremos en los próximos días por parte de algunas fuerzas políticas.

El tercer argumento gira alrededor del binomio estabilidad- impunidad. Sinceramente los acontecimientos de estos últimos años alrededor del Rey y de la Casa Real no permiten hablar de la Monarquía como garante de la estabilidad. Más bien ha sido todo lo contrario. Y podemos caer en la trampa de pensar que ello obedece a la peculiaridad del Rey o de su familia. Nada más lejos de la realidad, la causa de los escándalos reales es la regulación constitucional de una Monarquía que no debe responder frente a sus ciudadanos ni sus representantes. Algunos de los comportamientos del Rey hubieran provocado la dimisión del Presidente de la República y la diferencia estriba en que este responde ante los ciudadanos y el Monarca no. Y eso en el siglo XXI no parece muy acorde con los tiempos que exige la ciudadanía. Lo que promueve la monarquía no es la estabilidad, sino la impunidad en el ejercicio del poder.

Y por último, en un momento de gran concentración de poder, especialmente económico, con un sistema político que en nombre de la estabilidad promueve la concentración de poder político y la desaparición de la división de poderes, la figura de un Presidente de la República podría jugar un cierto papel de reequilibrio de poderes con el Ejecutivo.

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Al menos discutámoslo, abramos esta posibilidad. Si no se hace y se impone democráticamente la proclamación de Felipe VI, ninguno de los que ahora se oponen a hacer el debate y dar la voz a la ciudadanía, tendrán mucha autoridad para hablar de nuevas formas de hacer política.

Post publicat al blog de Joan Coscubiela