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El último discurso del Rey ha tenido un nexo común: el hilo generacional. La mención a su padre, el Conde de Barcelona, así como las referencias al Príncipe (y la foto de este con su primogénita, la infanta Leonor de Todos los Santos de Borbón y Ortiz) han marcado el relato de esta intervención. En imágenes y en palabras, nada más y nada menos que cuatro generaciones.

El Rey ha reconocido (su cuerpo también hablaba, mostrando un evidente cansancio) que hay que dar paso a nuevas generaciones que reclaman su papel protagonista. La palabra «nuevas» (generaciones, energías, formas, reformas…) ha sido constante en su parlamento, exento de autocrítica.

La última palabra de su discurso ha sido «corazón». El Rey busca reconciliarse con la ciudadanía apelando a su vocación de servicio y con una emocionalidad contenida. Para alguien como él, el legado y la memoria histórica son fundamentales, y forman parte de su manera de entender la función pública. El Rey necesita el perdón a sus errores y el olvido de sus excesos o debilidades. Pero deberá vivir su retiro con el agradecimiento que merece más que con el afecto que perdió. En parte, una penitencia.

En el 2007, en un estudio de tres expertos en márketing, BalmerGreyser y Urde, denominado Las monarquías como marcas, se indicaba que cualquier monarquía depende de dos apoyos básicos, el de la gente y el del Parlamento. Si pierde uno de los dos, la monarquía está  perdida. Desde octubre del 2011, tal como mostraba una encuesta del CIS, la monarquía suspendía por primera vez en muchísimos años, cifras que, aunque han ido mejorando, no han cambiado en su fondo. La auctoritas lo es todo cuando el poder que se ostenta es simbólico y no ejecutivo, y la monarquía española la estaba perdiendo.

A partir de esa fecha, y especialmente de abril del 2012, con el asunto del monarca Juan Carlos y su cacería de elefantes en Botswana, los cambios en la comunicación de Zarzuela fueron tan constantes como insuficientes, tanto en la comunicación de la propia institución como, especialmente, en la mayor presencia pública del príncipe Felipe. Los achaques de salud de su padre sirvieron de excusa para que el Príncipe pudiera mostrar su capacidad, su formación y su elocuencia. Su gran momento fue su excelente discurso para la nominación de Madrid como sede olímpica en el 2020, aunque la derrota madrileña torció una fantástica puesta en escena del Príncipe y de sus contactos.

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Ayer, el Príncipe regresaba de otro viaje en El Salvador, donde asistió a la ceremonia de investidura del nuevo presidente, Salvador Sánchez Cerén. Era la sexagésimo novena toma de posesión a la que asistía el Príncipe de Asturias desde que comenzó a representar a España en las investiduras de presidentes latinoamericanos, en enero de 1996. El proceso de aprendizaje ha sido largo, y su preparación, enorme. Nadie duda de que esté listo para suceder a un Rey, aunque está por ver si la sociedad está lista para otro Rey.

El monarca ha recordado que su principal compromiso fue que «los ciudadanos fueran protagonistas de su propio destino». Reivindicaba la democracia y ponía a su servicio la institución. Quizá el príncipe Felipe, antes de ser Felipe VI, siga -con renovada visión, misión y energía− esta senda. Y desee, más que suceder y relevar, servir y devolver a los ciudadanos el protagonismo de su destino. Sería su mejor contribución. Condicionar su reinado a un referendo que abriera, de par en par, otra oportunidad para decidir juntos cómo seguir. Lo consiga o no, lo piense o no, lo quiera o no, España necesita un nuevo proceso constituyente más que un relevo in extremis.